Cukalcamon [Continuación Cap VII]

Habrían transcurrido casi treinta días sin noticias de soldados merodeando por su zona, por lo que Abassy decidió que ya era el momento de abandonar su escondrijo y retomar su vida. Su destino era encontrarse y localizar a su familia o lo que quedara de ella, para poder hacer las paces consigo mismo tras huir en busca de reconocimiento, cuando ya tenía una vida, un trabajo importante para el faraón y una familia.


Inmerso en aquellos pensamientos permaneció durante unas horas más en la habitación. Utilizó gran parte del día para descansar y plantear los nuevos pasos a seguir; entretanto, hizo un pacto con los chinches y las ratas que paseaban a sus anchas por aquella malograda estancia, que había hecho su parte de refugio salvador de aquellos soldados sedientos de su sangre.


A media mañana ya tenía escrito y más que pensado lo que haría cuando encontrara a su madre, a su hermano y como no, a la "pequeña" Bastet, que según sus cálculos ya sería toda una mujercita. 


La estancia había tenido sus pros y sus contras en aquella posada inmunda: Por las noches recibía la visita obligada de la hija del posadero, llevándole enseres y ropa limpia según lo acordado, incluyendo las diferentes insinuaciones de ratos de placer a cambio de baratijas.


Su respuesta solía ser variada: - "No es que no seas guapa, que tampoco eres fea… el problema soy yo, que no me encuentro", o "la miel no está hecha para la boca del asno" -, le explicaba cada noche al tiempo que le cerraba la puerta.

 
La hija del posadero era mujer de buen ver, y las frases hechas de aquel mamarracho le hacían sospechar que era hombre de pocas mujeres: 
- si las paredes de esta posada hablaran… dirían más que los acertijos de este imbécil-, mascullaba.



El nuevo día dibujaba un sol espléndido. Abassy pidió a la hija del posadero un favor y cuando se disponía a desnudarse le dijo que el favor es que le preparara un baño de agua caliente con sales, como la mirra y el aloe vera, plantas analgésicas y cicatrizantes para heridas de los piojos y chinches de aquel sufrido camastro de paja.

Cuando se lo prepararon, se bañó con una pastilla de lo que parecía jabón y eliminó la mugre de hasta detrás de las orejas, quedando pulcro y reluciente. Se afeitó cabeza y cara casi en seco como era costumbre y saneó los pequeños cortes con agua tibia, para después vestirse con la ropa de lino blanco que le habían proporcionado la noche anterior.

Buscó "la daga de la suerte" con funda de piedras preciosas que le dieron los hermanos tuaregs y la ajustó bien a cinturón y espalda, dejando un pequeño hueco por donde introducir la mano y poder usarla cuando fuera preciso, lejos de ojos de curiosos.

Sus pensamientos ya estaban alineados con sus intenciones: llegar en perfectas condiciones de salud, pulcritud a aquella villa donde sospechaba vivía su madre y aparentando ser un comerciante respetado: alguien importante que quería pedir audiencia con la señora de la casa, "La Señora Merary de Egipto". Eso y el salvoconducto que le dieron los hermanos esperaba que fuera más que suficiente para sus propósitos.

Antes de salir, miró aquella habitación: treinta días con sus treinta noches había sobrevivido casi con lo puesto, mal alimentado, pero vivo y sin sorpresas. El posadero no era de fiar, pero esquivó las preguntas de los sicarios que preguntaron por él, a cambio de algunas monedas. Aquel lugar le sirvió de escondrijo y refugio, y ya no lo veía con tan malos ojos; y por supuesto, se despidió también con reverencias de sus propietarios originales: ratas, ratones, chinches y cucarachas.

Bajó las escaleras, y recorrió el pasillo que daba lugar a la cantina. Se dirigió a la barra principal donde servían las comidas y bebidas. Tras ella dos mozos de mediana edad servían jarras con cerveza, y el posadero se encargaba del vino y las comidas. Nada más verle aproximarse le gritó para que todos los presentes se dieran cuenta:


¡Mi príncipe nos deja hoy! -, gritó con sorna. A lo que Abassy respondió relajado: 


No creo que haya sido tu mejor huésped, pero sí seré el que mejor propina te deje a cambio de un favor -, contestó.


El posadero se quedó perplejo a la vez que intrigado por aquella frase. Enseguida le preguntó qué quería. Abassy le dijo que había dejado el camello a la entrada de la ciudad con todas sus pertenencias, y que si le traía el camello vivo y en perfectas condiciones, además de todas sus cosas, no dudaría en recompensar su buen hacer.  


El posadero feliz y aceptó el reto sin hacer preguntas. Llamó a los dos muchachos de la cantina junto con su hija para darles instrucciones, y acto seguido pidió a Abassy que regresara en dos horas. 


Abassy pagó lo que le debía al posadero, dando una propina adicional y un guiño a su "siempre dispuesta hija", quedando a expensas recoger sus pertenencias y a su camello bañado y alimentado dentro de tres horas, pagando a razón de dos noches más si traía lo acordado. 


A lo que el dueño respondió con una sonrisa y un apretón de manos: - Trato hecho -. 



FIN CAPÍTULO VII