Cucalkamon, Capítulo VI: La Villa

LA VILLA (Capítulo VI)



Azotaba con dureza el viento desde el oeste cuando Abasy vislumbraba a lo lejos la gran ciudad que lo vio crecer. Cerró los ojos y empezó a sentir el aire de lugar, el calor de sus gentes; familias que habían perdurado durante varias generaciones sin abandonar aquel pedazo de cielo cargado de vida y también de leyendas.

Pensó que su vida había sufrido un revés importante, ya no se sentía ni aldeano, ni escultor de la piedra como su padre; tampoco se sentía rey de una tribu a la que perteneció de crío y de la que no sentía ninguna vinculación de sangre. Hoy por hoy, se sentía tuareg, siendo además capaz de ver el mundo de la astrología en su profundidad, y aprendiendo que su existencia no era para ser alguien importante como rey, sino como hombre de honor.

El camello llegó exhausto a la entrada de la ciudad. Se bajó y lo dejó en un abrevadero cercano, mientras cogía sus cosas y el salvoconducto de entrada. Una muralla de tres hombres de alto la bordeaba. Se veía que había sido restaurada por algunas zonas, pues las arenas del desierto desgastan mucho la piedra, y si no son cubiertas de cal no perdurarían con el paso de los años.

Aquellos muros fueron tallados por los mejores escultores de la zona, incluido su padre Adio, que gracias al buen trabajo realizado en la gran pirámide tuvo la oportunidad de trabajar también en aquel pórtico de entrada.

Saludó a los guardias que ocupaban sendos flancos, con sus armaduras limpias y relucientes a pesar de aquel polvillo constante en suspensión debido a la proximidad del desierto. Éstos sin inmutarse revisaron el salvoconducto, retiraron las lanzas cruzadas y lo dejaron pasar.

Cada paso dado eran recuerdos que le volvían a la mente para “releer” las casas reconstruidas, ampliadas, caminos en suelo prensado de arena, con adoquines en sus laterales que permitían el paso del agua con aquellas canalizaciones perfectas que transportaban el agua a las zonas de regadíos.

La lluvia en su zona era escasa, pero los cambios de clima solían ser repentinos y con fuertes trombas de agua, que convertían el barro en un lugar intransitable para el arrastre de carros y el caminar de las personas. La obtención del agua era a través de pozos próximos.

Parecía como si hubieran pasado años en lugar de meses, todo estaba muy cambiado. Un obelisco enorme daba señorío al centro de la gran plaza, donde los comerciantes se atrincheraban dos veces por semana para el intercambio de mercancías y venta de joyas semi-preciosas.

Los vecinos saludaban a Abasy en su paso y le miraban con ojos de sorpresa, y uno de ellos, Neftal amigo de toda la vida, lo paró y le preguntó:

- ¡Abasy!, te dábamos por muerto. ¿Cuándo has llegado hoy?, tres años hace de tu partida, sin noticias desde Komombo hasta la Riviera del Nilo… ¡eres un resucitado! -, dijo mientras lo tocaba con sendas manos en sus hombros al tiempo que lo abrazaba.

- Neftal, amigo qué bien te veo… perdona mi estupor si apenas han pasado tres meses desde mi marcha… me perdí en el desierto y unos tuaregs me recogieron, me salvaron la vida, me ayudaron… no pueden ser tres años, o al menos es lo que me dijeron en aquella tribu tuareg… ahora sí que me dejas preocupado la verdad - , respondió Abasy con cara seria y compungida.

Se despidió de Neftal y prosiguió su marcha, yendo a paso ligero casi corriendo de camino al que fue su hogar. Si en la ciudad le dieron por muerto, ni que decir tiene que Bastet, hermanos y Merary también. Por lo que tenía que parar ese sufrimiento en sus corazones de inmediato y llegar a la mayor brevedad posible.

De pronto se detuvo, jadeante tras la carrera. No encontraba su casa, bueno sí, encontró en su lugar una lujosa villa que ocupaba el espacio de su antigua casa.



Estaba todo muy cambiado. Donde antes había casas próximas, ahora surgía un gran muro de piedra con forma cuadrangular de un hombre y medio de altura por medio de ancho, la superficie serían de más de diez casas convencionales juntas. Aquella casa ya no era de adobe y paja, sino que estaba forjada en piedra y cal en su muro exterior. La villa tenía varios compartimentos: La casa principal con dos alturas tenía una gran puerta en la entrada y en sus habitaciones grandes, patios que hacían de balcones y separados por cortinillas para evitar la entrada de insectos voladores. Sus paredes exteriores pintadas de colores vivos, cal blanca en el recubrimiento de las paredes, y a media altura adornadas con anchas líneas de ocre rojiza. En sus cornisas un azul lapislázuli intenso, con tejados bien terminados, lo que le daba carácter de palacete Real.

Poco a poco fue acercándose más a la entrada, un gran pórtico con una columna egipcia a cada lado, pero sin puerta. Arriba una piedra tallada de una sola pieza decorada con un águila, ave sagrada dedicada al sol de Egipto. Se acercó un poco más y distinguió dos entradas, una por delante y otra por detrás, a modo de entrada de sirvientes, así como un pequeño establo con caballos al fondo, un bonito huerto a la derecha visto desde la entrada principal con dos sirvientes trabajando la tierra y un gran jardín al fondo junto con un pequeño estanque de agua turbia debido a la sequedad del lugar, pero no por ello falto de canalizaciones que llevaban el agua de un lugar a otro de aquella majestuosa villa.

Aquel terreno era enorme y al alcance exclusivamente de personas de palacio. El recuerdo de que hubiera perdido a su familia por haber estado ausente durante años y que lo hubieran dado por muerto le recorrió como escalofrío por toda la espina dorsal. Cuando estaba en sus cavilaciones una voz solemne le devolvió a la realidad.

-¡Eh, serpiente asquerosa!, ¡se puede saber a dónde vas! -, gritaron a su espalda.

Abasy se giró despacio pues notó algo afilado en su espalda. Levantó las manos y según alzó la vista, un guardia de unos dos metros ataviado con una armadura resplandeciente y fuerte como dos toros le desmenuzaba con sus ojos penetrantes, al tiempo que dejaba caer al suelo aquel pesado escudo y le apuntalaba una afilada lanza que le rozaba el pecho.

Éste sin intención de defensa, sino más bien queriendo obtener información respondió calmado:

- Soy Abasy, hijo del difunto Adio y Merary, su esposa, la que también es mi madre. Espero por vuestro bien que no les hayáis hecho daño alguno o tendré que acabar con vuestra existencia. Y si perdiera, os atormentaría cada noche en vuestros sueños para esperaros en la otra vida y volver a lidiar batalla. ¿Sabéis algo?, ¡contestad dónde está mi madre y hermanos!, - gritó con bravura.

Aquella actitud dejó sorprendido al guardia, que con tono desafiante y con una estrepitosa risotada le gritó:

- ¿Tú, buitre rastrero?, ¿tú vas a ser hijo de la señora Merary y de su difunto y venerado Adio, creador y escultor de la gran pirámide?, ¡Ja!, escucha bien antes de que te atraviese con mi lanza, y lárgate de aquí que te perdono la vida pero no vuelvas o no correrás la misma suerte. La mujer a la que llamas “madre”, nunca dio a luz un engendro liendroso como tú. Más bien pareces más un tuareg muerto de hambre de esos del desierto, ¡malnutrido y malnacido!, y si no quieres terminar aquí tus días te doy la oportunidad para que vuelvas a nacer. Te perdono la vida pues me has hecho pasar un buen rato y me siento generoso. En nombre del Faraón Keops y por todos los dioses lárgate de esta villa ya mismo o… ¡TE MATARÉ! -, sentenció con ojos cargados de ira.

Un escalofrío recorrió la espalda de Abasy: los músculos se tensaron, sus ojos quedaron clavados en aquel oponente serio, fuerte y armado. Sabía que tenía pocas alternativas para plantarle cara, pero sabía que aquella ornamenta era pesada y le costaría moverse con agilidad, lo que le daría una oportunidad de cara a un posible enfrentamiento directo. Además estaba solo y no había rastro de más soldados.

Abasy retrocedió dos pasos, echando mano derecha a una daga que guardaba a su espalda, regalo de los hermanos tuaregs. Agarró con fuerza la empuñadura, tragó saliva, y volvió a retroceder un paso más, fijando bien los pies a tierra en posición de defensa, algo más encorvado con la finalidad de poder observar no sólo al enemigo que tenía enfrente, sino ampliar un poco las miras de los laterales, se acordó de su padre adoptivo Adio, “no permitas que el árbol no deje ver la inmensidad del bosque”.

Y no se equivocaba, pues atisbó con el rabillo del ojo izquierdo que otra sombra de gran envergadura se movía sigilosamente entre los matojos.

- ¡Es una trampa!, - pensó.

Aquel guardia no estaba solo, normal van en parejas de a dos. Quizá hubiera ido a hacer de necesidad y a su regreso presenciara aquella escena. Se mantuvo escondido al tiempo que el otro guardia le vociferaba a propósito para mantener la distracción y atacar de frente y por sorpresa.

Dadas las circunstancias y pensando esta vez con la cabeza y no con el corazón, Abasy guardó la daga con suavidad en su funda de piel vuelta y, lentamente, se sacó un pergamino que hacía las veces de salvoconducto. Volvió a erguirse, con movimientos lentos y visibles a los guardias quitando la sensación de estar a la defensiva, y bajando la cabeza hacia el suelo, pero manteniendo la suficiente atención tanto a su izquierda como al soldado que tenía enfrente, le pronunció en voz alta algo ininteligible para que no se entendiera, al tiempo que agitaba aquel pergamino; escupió a su derecha, y sin dar media vuelta comenzó a andar hacia atrás dirección al camello. Cogió las riendas sin quitar la atención de aquel guardia, que con semblante severo le dejó marchar.

- “Una retirada a tiempo es una victoria”, - se decía mientras se subía a su camello y lo espaldeaba para que corriera. Sabía que aquellos guardias no podrían atraparle si intentaban seguirle pues las armaduras son pesadas dada la naturaleza que esconden, que es proteger al guardia de un arma afilada, junto con aquellos escudos de madera reforzados en bronce, para protegerse de las lanzas y flechas.

La ciudad estaba muy cambiada: Las calles eran más anchas, las casas enormes y señoriales, el mercado y la plaza había comido gran terreno a las casas circundantes. Curiosamente ese día el mercado se encontraba vacío, quizá por alguna tormenta de arena anunciada. Se veían a mucha distancia y engullían todo a su paso. Lo mejor era estar protegido en los hogares y esperar a que escampara. Las leyendas hablan que Usir, dios de los muertos, más conocido por el populacho como Osiris, el que camina entre las tormentas y se lleva a los niños que no obedecen a sus mayores.

Es curioso que en cada tormenta siempre desaparezcan niños y niñas, pero no quedó claro que Osiris robe a las criaturas, sino unos hombres de carne y hueso que se aprovechan de los adolescentes inconscientes y temerarios, para acometer sus atrocidades.

Bajó del camello para no agotarlo, y tras largo rato andando, encontró por fin un albergue, cerca de la casa de su vecino Neftal. Dejó al camello en los establos junto con otros caballos, y del saquito de piedras que le dieron los tuaregs sacó un pequeño cuarzo verde al cuidador y pidió alimentara y limpiara y lavara al camello. Estaba maloliente después de varias leguas de camino recorrido. El cuidador, miró la joya y quedó enormemente complacido, al tiempo que asintió con la cabeza y le bendijo a él y al camello con toda serie de ritos protectores.



Las piedras semipreciosas estaban cada vez más cotizadas en la región, y su valía se caracterizaba por los colores y pulimiento en cada pieza. El ágata y lapislázuli eran de las más conocidas, pero las verdes, en su mayoría esmeraldas, provenían del otro lado del mar, y se decía que eran joyas que llevaban el Dios Ra y la Diosa Isis.

Entró a aquel albergue, un caserón grande de tres plantas, y al primer señor con cara sonriente y con la dentadura al completo le pidió una habitación; éste le dio a elegir: una que miraba hacia los establos en planta suelo y otra en la última planta que daba a la calle principal. Como el camello iba a estar bien atendido gracias al cuidador y al pago, decidió elegir la calle principal, así si hubiera revuelo en las calles o escuchara jaleo de guardias tendría cierto margen de escapatoria.

Como hizo con el señor de los establos, sacó otro cuarzo, éste de mayor tamaño y de color rosa para el dueño del albergue, con la excusa no sólo del pago de la habitación por varios días, sino para que lo tuviera informado ante cualquier situación sospechosa contra su persona. También pidió que todas las noches encontrase en cuarto una tinaja media con agua limpia y fresca de pozo, una jarra de cerveza, queso tierno, pan y pescado en salazón.

El dueño encantado por el pago, al tiempo que miraba una y otra vez el reflejo de aquel cuarzo, le ofreció su mejor bañera para algo que entendía era urgente y que él mismo le subiría la comida a su habitación antes que anocheciera, asegurándose que nadie salvo Abasy o él mismo, atravesarían esa puerta.

Abasy se olió la ropa y no hizo falta comentar más, aceptando de buen grado su “desinteresada” invitación en aquella bañera de agua tibia y sales.

Una vez limpio y afeitado, se cambió las vestimentas a otras más oscuras que llevaba en una de sus alforjas, y subió a su cuarto por aquellas escaleras cochambrosas y crujientes. La habitación era amplia, sin apenas muebles, un camastro, una manta, un ventanal grandes con vidrieras de varios colores, y una mesa de pequeña altura en el centro con las viandas acordadas, acompañada de tres grandes cojines.

Dio cuenta de aquellos manjares, bebió agua fresca, y tomó algo de queso y vino mientras leía su carta astral y tomaba notas viendo la nueva posición de las estrellas y planetas. Pensó en Merary, su querida hermana Bastet, mi hermano, mi difunto padre… prometiéndose antes de irse a dormir que permanecería unos días oculto del mundanal ruido y evitar se encontrado por aquellos guardias. Cuando estuviera todo más calmado volvería a hacer sus pesquisas para averiguar que fue de Bastet y Merary… su hermano tal y como le explicó Neftal se casó y marchó a Philae, una zona con tierras fértiles y oasis.


Encendió una vela blanca, rezó plegarias a los tres dioses más importantes: Osiris, Isis y Seth. Y de paso se acordó también de Bastet, no como diosa protectora, sino como su hermana del alma.


FIN CAPÍTULO IV.