Llevaba unas horas recostado en aquel colchón de arena cubierto
por varias mantas recias de colores, que hacían de suelo firme en aquella
jaima. No era ni media noche y Abasi no había conseguido pegar los ojos. No
podía quitarse de la cabeza una idea que lo perseguía día a día desde que llegó
a la tribu tuareg, la promesa que le había hecho a su hermana Bastet. Cuando soñaba por
las noches tenía pesadillas viendo cómo lo creían muerto tras meses sin saber
nada de él. Despertaba sobresaltado, y esos pensamientos lo atormentaban.
- "Perder un hijo en vida es lo peor que unos padres podrían
soportar" -, se recordaba para
sí.
Los guías de aquella tribu que lo habían acogido como si de uno
más se tratase, le habían dado una nueva ruta de vuelta, así como su "salvoconducto",
aquella carta astral que le abriría la puerta de palacio para entregársela al
faraón. Estaba escrito que fuera un faraón recordado durante milenios por las
grandes maravillas que dejaría a las próximas generaciones.
El nuevo mapa era una ruta mejor que la que él había recorrido,
le ahorraba días de caminar, un atajo que no se podía despreciar. Una vez más,
el destino maravilloso tenía más aventuras para Abasi que ofrecerle, una vida
feliz por delante en aquella tribu del desierto. Pero primero tenía compromisos
de su pasado familiar que cerrar, y quería hacerlo cuanto antes.
Aquellos pensamientos hicieron que cayera profundamente
dormido.
Apenas habían transcurrido unas cuatro horas, y uno de los
sirvientes de los jefes tuareg tocó levemente el hombro de Abasi. Éste despertó sobresaltado, daga en mano, pero
reconoció enseguida a su "despertador", a lo que guardó el filo y le
agradeció el aviso. Había llegado la hora de partir. Los guías le
explicaron que los viajes debían emprenderse siempre horas antes del alba,
menos calor para los camellos y sus transportes. Además de que evitarían
algunas serpientes del desierto que solían cazar en las horas centrales de
calor incesante.
Ya lo tenían todo preparado: Un camello recién lavado,
hidratado, cuatro alforjas con comida y agua para varios días, un par de
tinajas con agua mezclada con azúcar para no deshidratarse ni él ni el camello
sobre todo en las tardes de ruta donde no existiera oasis para reponerse y
descansar. También le prepararon un licor de cactus que a él le sabía a rayos
pero que según los sabios más ancianos de la tribu agudizaba los sentidos, o
eso decían con los ojos desorbitados y andando como las serpientes, de
izquierda a derecha.
Se despidió de cada uno de ellos con un gran abrazo prometiendo
volver. Le informaron que pasarían en aquel asentamiento al menos seis meses
más, para que tuviera margen suficiente de poder llevar a cabo las tareas que
precisara en el corazón de Egipto. Una vez pasado ese espacio de tiempo, si
su hijo adoptivo no regresaba,
entenderían un cambio de elección en su destino y emigrarían en paz y sin
rencores; más bien al contrario, felices del cruce en sus vidas y del
aprendizaje adquirido.
A lo que Abasi se subió al camello y emprendió la marcha
rumbo a la civilización que lo vió crecer, conocida por todo el continente
como "La Ciudad de
la Gran Pirámide".
Tras varios días de trote sin sobresaltos, y según sus
mediciones y los cálculos estelares, debería de estar próximo a llegar a
su destino, a menos de un par de horas. De hecho, al fondo ya veía su pequeña
ciudad en neblina, cargado de una polvareda fina por el paso de los carros,
algunos de ellos tirados por caballos de camino a la corte y otros por
bueyes con comerciantes.
No podía permitirse el lujo de llegar con esas barbas
abundantes, además con ropa andrajosa para el caminar por el desierto, por lo
que sacó una daga afilada que guardaba en su cinto y se afeitó en seco,
mientras se reflejaba el rostro en un abrevadero cercano al camino que llevaba a
los pilares de entrada a la ciudad.
Aquella agua que daba de beber a los animales también le sirvió
para asearse un poco, con un pedazo de jabón que encontró en una de las
alforjas. Una vez aseado, dio un sorbo a aquel licor de cactus horrible, y
decidió echarlo en las manos extendiéndolo por cuello y cara.
Más allá de desagradarle agradeció el frescor de aquel brebaje
en su rostro, notando una cicatrización de los pequeños cortes tras meses sin
acicalarse. Volvió a su camello que estaba sentado descansando a por otra
alforja y se cambió la túnica por una más decente, de lino blanco cubriendo
brazos y piernas con bordados violetas a los lados y al cuello, que amablemente
le habían regalado los tuaregs para el reencuentro con su madre Merary.
Ya estaba listo para volver a ver a su familia, y sobre todo
a Bastet, a Tutamon II el escarabajo-mascota… y en ese instante un
recuerdo fugaz de Adio le recorrió
todo el cuerpo a modo de escalofrío. Es como si él estuviera allí sin estar, y
esa sensación de calor en el costado derecho le dio fuerza, templanza, amor y
paz. Agarró las riendas del camello, tiró de él y con un silbido lo levantó del
suelo. Miró al horizonte con los ojos llorosos y con un grito de júbilo dijo:
- ¡ Cucalkamon he vuelto ! –
FIN DEL CAPÍTULO V.