EL DÍA DE LA CERVEZA, Capítulo IV - Parte 2

Habrían pasado unas seis horas y el viaje se estaba haciendo pesado, hastío, y además, el camino no era llano sino pedregoso, con multitud de baches pues el faraón se había encaprichado en hacer caminos de piedra que unieran sus principales dominios, senderos de adobe y piedra en dunas de fina arena.

Bastet no dejaba de imaginarse el encuentro con la corte, agasajada por la entrega de la mercancía en aquel majestuoso palacio, pues decían que las paredes tenían incrustadas piedras preciosas y las puertas eran de oro macizo. Seguía impaciente por conocer al faraón en su majestuoso trono de rey de reyes, una única pieza de madera tallada bañada en oro, donde poder ofrecer su mayor ofrenda, su escarabajo "Tutamon", así como formar parte de la realeza, figurar en los corchetes mortuorios y miles de deseos más.

Mased llevaba las riendas de aquel carro tirado por cuatro impresionantes caballos. El grupo de soldados egipcios que acompañaban la mercancía, viendo que se encontraban en un área poco concurrida por tribus y malhechores, les dieron instrucciones para continuar por aquel sendero llano, con poca vegetación y que les dirigía casi en línea recta a palacio. Aquel ligero traqueteo y el paso suave de los caballos hicieron el resto y los ojos se fueron cerrando hasta que Bastet cayó en un profundo sueño.
 
- ¡Bastet, Bastet, despierta! - chilló Mased al tiempo que le zarandeaba. Apenas entreabrió los párpados, vinieron del cielo dos tizones con sendas dagas entre los dientes que se abalanzaron sobre ella para sujetarle brazos y piernas. Giró el cuello y vio como Mased intentaba esquivar la muerte con otro nubio que sujetaba con fuerza el hacha que apuntaba hacia su pecho. El cuarto en discordia era mucho más habilidoso pues intentaba tomar las riendas de aquellos caballos para frenarlos en su galope, en un intento fallido de Mased de huir de la zona.

Bastet hacía grandes esfuerzos para respirar con aquel par de bestias encima, donde ambos intentaban sujetarla para poder forzarla. Entre la confusión de ambos a ver quién de los dos sería el primero, Bastet consiguió zafarse de uno de ellos con un certero rodillazo en la entrepierna, lo que provocó que cayera del carro y fuera atropellado por una de sus ruedas. El otro al ver a su compañero caído y con el rostro cargado de odio, sacó la daga con la intención de dar fin a su vida. Bastet lanzó un alarido de pánico, y Mased que había conseguido echar a aquellos dos nubios con sendos puñetazos fuera del carromato, se abalanzó sin miramientos sobre el atacante de su hermana. Ambos cayeron a tierra firme con tan mala fortuna que, Mased, acabó malherido al clavarse la daga en la caída en su costado. Aun así, tuvo fuerzas para pelear y batir con varios puntapiés y puñetazos a su contrincante: el primer golpe sirvió para esquivar el cuchillo desarmarle y el segundo dejándolo fuera de combate, al dar de pleno con el empeine en la unión de ambas piernas, a lo que el enemigo cayó desmayado a causa del dolor.

Bastet desde el carromato más repuesta, cogió una de las ánforas de cerveza más livianas y se la tiró a la cabeza del aquel nubio que se retorcía de dolor en el suelo, acertando de pleno. Ante la confusión, y la fortaleza de Mased mostrada, el resto huyeron a la desesperada.
 
La herida de Mased tenía mala pinta. Bastet entre lágrimas curó a su hermano arrancándose parte de sus ya resquebrajadas ropas para intentar parar la hemorragia. Por suerte no alcanzó ningún órgano vital, pero aun así su hermano se sentía muy débil. Además, durante la carrera la mercancía se había perdido casi por completo, a lo que Bastet decidió volver a la aldea, pues ya habría tiempo de conocer al faraón, lo primero era su hermano que estaba débil y había perdido mucha sangre.

Ni corta ni perezosa se remangó y ayudó a su hermano a subirse al carromato, tiró la mercancía defectuosa, alimentó a los caballos y les dio parte del agua que tenían destinada para su consumo. Una vez repuestos los animales, tanto ella como Mased bebieron de una de las ánforas de vino que no habían sufrido desperfectos. Para evitar que la herida fuera a mayores echó vino en la herida con el fin de parar la hemorragia, lo que provocó la inconsciencia de Mased, que quedó tumbado y arropado entre aquellos fardos de paja. Bastet se subió a la parte delantera y agarró las riendas de aquel carromato destartalado, destino a la aldea a galope; la mercancía se había perdido y la vida de su hermano corría peligro. No tenía un minuto que perder.
 
Al anochecer avistó las antorchas que daban paso a una de las entradas de aquella aldea convertida en ciudad. Todas las noches hacían guardia dos soldados egipcios, cada uno en una pequeña garita a ambos lados de la entrada, pues las noches en Egipto se caracterizaban porque eran frías y con bestias que acechaban en busca de alimento.


 
Uno de ellos vio que algo se acercaba en la negrura espesa y gritó:

- ¡Quién va! -, al tiempo que blandía aquel bronce de punta fina con firmeza. El otro compañero de guardia se mostraba alerta, y sujetaba un cuerno preparado para soplar y dar la voz de alarma en caso de ataque.

- ¡Ayuda por favor!, soy Bastet, hija de Adio y Merary, mi hermano Mased está detrás gravemente herido, nos atacaron en el camino hacia el palacio del faraón… ¡Auxilio señor! -, gritaba mientras frenaba a aquellos extenuados caballos.

Uno de los soldados se aproximó cauteloso al carromato antorcha en mano para comprobar quién yacía detrás de los fardos. Al comprobar la veracidad de los hechos, el soldado tocó el cuerno dos veces con una pausa corta entre un sonido y otro, después cogió dos caballos: en el primero subió en su lomo al herido y acto seguido se subió en el segundo con trote ligero dirección a las cuadras, donde había un pequeño fuerte con más soldados y también un sacerdote que conocía los rituales necesarios como sanador.
El segundo soldado esperó paciente a que llegara parte de la guardia a la que habían avisado a través de aquel cuerno militar. Mientras tanto atendió a Bastet comprobando que se encontraba en perfecto estado y que la sangre que tenía en sus rasgadas ropas no era suya. Se comprometió él mismo a acompañarle hasta su casa junto con sus hermanos y madre.
 
Una vez en casa y habiendo relatado lo ocurrido, Merary no daba crédito a aquel desenlace. Viendo que Bastet se encontraba aun con el susto en el cuerpo, pero con buen talante después de haber comido algo de queso de cabra y pan de cereal, pero con el lamento de haber perdido a su escarabajo favorito.

Merary quiso ir a ver el estado de Mased, pero Ator y Abasi se lo impidieron. La noche era cerrada y aunque todos se conocían en la ciudad, las calles no eran tan seguras a ciertas horas. Pidieron a su madre que se acostara junto a Bastet, y ellos irían hacia el pequeño fortín para ver el estado de salud de su hermano, a lo que Merary y Bastet accedieron, los años tampoco pasaban en balde y llevaba un tiempo quejicosa con reumas en las piernas.
 
Una vez llegaron se identificaron como "los hijos de Adio" y que querían saber el estado de su hermano herido que habría llegado haría un par de horas. Uno de los soldados los acompañó a la estancia donde se encontraba tumbado, pero despierto su hermano Mased, y éste al reconocerles les pidió por gestos que se aproximaran. Los tres se fundieron en un abrazo interminable, a lo que el sacerdote les informó que los dioses lo habían salvado y que había tenido mucha suerte: - ¡Ha agotado seis de las siete vidas! -, vociferó como si de un gato se tratara, al tiempo que palmeaba las espaldas de Ator Abasi. Éste último llorando por la emoción exclamó:
- ¡Este mi hermano!, y yo soy Abasi Mukane, hijo de Mukane y Malaby, padre y rey poderoso de todos los clanes al Sur Nilo. ¡Salve vida de hermano, reclamaré lo mío y cuando sea rey, yo volver como hijo legítimo de Mukane y Malaby, padres de sangre, y yo gritar a los cuatro dioses naturales como Rey del Sur para presentar mis respetos al faraón!, ¡Y tu sacerdote tendrás recompensa por sanar a Mased! –, gritaba solemne ante los ojos atónitos de los soldados egipcios, de Mased y de Ator, incluido aquel sacerdote que no entendía tanto alboroto.

Ator y Mased no daban crédito. Primero porque nunca escucharon soltar una sola palabra en los veinte años que Abasi había vivido con ellos y segundo porque por fin conocían su lugar de procedencia. Su padre Adio mantuvo el secreto durante toda su vida, con el fin de poder proteger a aquel niño que algún día se convertiría en Rey.

Abasi les dijo con tono más sosegado: - Hermanos ya habrá tiempo de hablar. Padre Adio conocer verdad, amigo de Rey Mukane por destino dioses. Él prometer cuidar a Abasi hasta mayor con cabeza pensar, a cambio de yo aprender lengua y no hablar con gentes, sólo con él. Yo estar listo, fuerte, y con una familia que a mi tratar siempre de igual a igual sin importar color de piel. Ahora centrar cabeza en la recuperación de hermano Mased. Ator si estar conforme yo ir a casa con Merery y hermana Bastet, mientras tú quedar aquí con Mased dos días hasta el alba del segundo. Si él mejorar, volver a casa. – explicó a sus dos hermanos perplejos.

Abasi prosiguió con su discurso: - Cuando ambos volver yo iniciar viaje a primer hogar, volver con padre rey y pasar pruebas. Si recuperar trono, yo vivir y beber agua dioses. ¡Nunca más volver a trabajar ni para faraón ni para nadie ni vosotros ni yo! -, dijo Abasi al tiempo que salía de aquella habitación a toda prisa y le daba al sacerdote una bolsita.
 
El sacerdote se acercó a la cama junto con Ator y Mased para abrirla: ¡Contenía al menos una decena de piedras preciosas!, a lo que el sacerdote lo entendió como pago por la sanación de Mased.

Una vez que el sacerdote realizó la cura, ambos cenaron algo del queso de cabra que habían traído Abasi y Ator. Una vez que repusieron fuerzas, Ator se dirigió a su hermano en voz baja: - Buenas noches, mi hermano, gracias por volver con nosotros y traer a Bastet sana y pura. Sin vosotros la vida no tendría el mismo sentido. -, sentenció. Ambos se abrazaron y besaron, hasta caer rendidos en aquellos camastros de campaña. 
 

Fin del capítulo IV.