Cucalkamon - Capítulo III: Mi Inseparable Totamon


“El primer rayo de luz acariciaba ligeramente aquel pequeño pero resistente armazón negro. Totamon, más conocido en el Valle de los Reyes como “El Totamundos” campaba a sus anchas bajo la atenta sombra de aquel Sicomoro, robusto y protector. Totamon se paseaba por sus extensos dominios, pidiendo a los “búbditos” que lo alimentaran de inmediato con pequeños trozos de aquellas pestes que le sabían a gloria. Totamon una vez había comido, apreciaba como su inseparable faraona Cucalkamon, bebía té y paseaba por los jardines en busca de nuevas mascotas que domesticar, según cuenta la leyenda de los 7 Reinos y bla, bla, bla…” - murmuraba Bastet, al tiempo que empujaba con una pajita a su escarabajo.

- “¡Súbditos, se dice súbditos Bastet!” -, replicaba la madre desde la habitación contigua.

La vida en el Egipto había cambiado a causa del aumento de población y por las elevadas temperaturas de los últimos cuatro años. Concretamente ese mismo año la sequía cobró protagonismo, el Nilo bajó su caudal considerablemente y los peces morían a causa del
sofocante calor. Los agoreros vociferaban a los transeúntes, que aquello era la temida maldición de los dioses del más allá, y la causa de no haber escuchado las recomendaciones
sacerdotales de pagar tributos para el mantenimiento de los templos y las deidades.

A pesar de aquellos agoreros pagados por los sacerdotes para provocar el pago de tributos, los aldeanos seguían ocupados en terminar su templo mayor, aquella pirámide y sus decenas de pasadizos, unos ocultos y otros llenos de trampas para futuros ladrones.

Los hijos de Merary seguían trabajando en labores artesanales y de pintura en las paredes de aquella gigantesca gran pirámide. Jamás se había construido nada semejante y de tales dimensiones. De hecho Bastet ya estaba entrando en edad de trabajar, por lo que Merary, ya la había enseñado a labrar la tierra y a sacar agua del pozo, aunque lo que realmente quería Bastet era trabajar en la pirámide, a las órdenes del faraón, esperando encontrar una oportunidad para abordarle y presentarle a Totamon.

La familia de Adio y Merary eran muy conocidos en Xinhua, aldea cercana al Delta del Nilo, donde hicieron gran amistad con unos comerciantes y artesanos del lugar, con los cuales intercambiaban materiales más resistentes para la construcción de casas.

En la embocadura del Nilo las construcciones no eran de paja y de adobe, sino que se hacían con piedras apiladas selladas con barro que al secarse, se convertía en un hogar más resistentes al clima, donde las noches eran más frías que en las poblaciones próximas a la desembocadura. Ello daba lugar a casas más amplias con varias habitaciones, no una común a todos, y donde las familias de a bien, tenían separado el lugar de cocina del resto de habitáculos, así como un espacio fuera para los animales y el ganado.

Merary llevaba un tiempo enseñando a Bastet a cocinar, pero lo que más le incomodaba era tener que matar a las aves para después asarlas. El sistema era sencillo: atenazaba el ave entre sus piernas, al tiempo que en la mano derecha sujetaba el cuello con firmeza y con la mano izquierda cortaba con aquella daga Khopesh, un corte limpio. Recordaba Merary una anécdota que le pasó de joven cuando aprendió aquella maestría de “cortar cabezas”: 

- “Bastet, yo de joven también aprendí el arte del buen comer que me enseñó tu abuela. Matar para comer no es delito ni va en contra de los mandamientos escritos que nos dejó de legado Thoth el Atlante, hace más de treinta mil años, pues lo haces para tu propia supervivencia o por la de los demás. Matar para ver sufrir a un animal sí es delito, porque las aves son animales sagrados que acompañan a los muertos en su caminar a la no vida, ¿lo entiendes Bastet?” -, a lo que ésta asentía con la cabeza.

Merary dio un sorbo a una pequeña vasija para beber algo de agua y prosiguió con su relato:

- “A lo que iba, apenas tendría 12 años, estaba mucho más delgadina que tú y de altura más o menos la que tienes ahora. Nunca fui de las más altas, pero sí de las más espabiladas, lástima que no esté aquí tu padre para dar verdad de lo que digo. Mi madre que quería que ya me valiera por mí misma, me dio aquel pato con el pico atado en una cuerda. Con buen ánimo lo agarré entre mis piernas, al tiempo que le sujetaba la cabeza con ayuda de mi abuela Akila, que por aquellos tiempos aún vivía, era una abuela avanzada a su tiempo, ya te contaré más cosas.”- 

De pronto le interrumpió uno de sus hijos: - “¡Madre que se pierde!, ¡termine la historia que tenemos que volver al trabajo!” -, gritó Mased.

A lo que enseguida continuó Merary: -“Eso, sí, en lo que estábamos, con la mano buena sujeté aquella daga de corte fino, que he de decir a mi favor, estaba poco afilada, pues
había pasado de varias generaciones anteriores, de un antepasado nuestro que dicen era familiar bastardo del faraón que le regaló aquella daga, no sé. Bueno, ¿dónde estaba?, ah sí, con el pato. Me dispuse a cortar el cuello de aquel ave que no paraba quieta. Un corte, dos, tres… y se me escapó. Empezó a correr por toda la casa, despavorido, con medio cuello colgando al tiempo que se desangraba… tiró todo lo que se encontraba a su paso. Yo no sabía qué hacer y cuando iba a llorar entró en ese momento mi padre. Vio la escena y empezó a troncharse de risa, a lo que tanto mi abuela como mi madre le acompañaron. Yo no sabía si reír o llorar, y al poner aquellas caras empezaron a tirarse por el suelo diciendo que les dolía el buche de tanto reírse.” contaba Merary entre risas, y concluyó que le tocó recoger y limpiar todos los destrozos que aquel animalito hizo en su casa hasta que cayó rendido y desangrado.


[Continuará…]